jueves, 29 de marzo de 2012

El Naufrago Alado


El viento soplaba con calma haciendo que la brisa marina rozase mi cara. Me encantaba subirme a aquella colina y ver desde lo alto, la inmensidad del mar que se alejaba por el horizonte.  Los verdes prados y el dulce a manzanos, se hacía sentir en cada rincón de aquella, por entonces, aldea.

Solía venir muy a menudo, cuando las cosas se me ponían feas o porque necesitaba pensar o hablar con los míos. Hoy en día sigo haciendo. Cuando puedo en carme y hueso y cuando no, en esencia, como me habían enseñado, desprendiéndome de mi capa externa para fundirme con mi aura y viajar acompañado de mi alma, por los confines de la tierra.

 Agarré mis piernas y puse la cabeza entre ellas. Sentí que me espiaban.

-          ¿Qué observas?
-          El mar y su infinita naturaleza – contesté sin dejar de mirar al frente.
-          ¿Y qué piensas? – insistió.
-          Que hay cosas que nunca se acaban. Cuanto más observo, más agua veo.
-          ¿Y que sientes? - se sentó a mi lado.
-          Que me canso de nadar y a veces me ahogo…
-          ¿Y qué decides?
-     Que no quiero seguir luchando con las olas y que prefiero que la profundidad me arrastre y me envuelva con todo su ser.

Se volvió a hacer el silencio mientras las gaviotas contorneaban su cuerpo en un sinfín de sube y baja.

-          ¿Y si te pongo una isla?
-          ¿Cuán lejos está? – dirigí mi mirada hacia él.
-          Lo que tú quieras que esté.- contestó.
-          ¿Y qué hay en ella? – proseguí.
-          ¿Qué quieres que haya en ella?
-          Soledad. – respiré profundamente.
-          ¿Solo?
-          Solo – afirmé.

El aire brotó entre las ramas y los árboles rugieron al compás. Estaba empezando el atardecer. Miré al cantico de las hojas.

-          ¿Y qué descubrirías en la isla? – continuó.
-          Que no tengo a nadie.
-          Porque quieres soledad. Tu mismo lo has decidido.
-          Creo que yo no lo decidí – me levanté de donde estaba sentado.
-          Tu mismo te cansastes de nadar – insistió.
-          Me cansé de nadar para los demás y incluso, para mí mismo.
-          ¿Y si te diera una isla distinta a la otra? – se deslizó por la dehesa.
-          Tal vez nadaría hacia ella.
-          ¿Y después?
-          Seguiría solo.- volví a afirmar.
-          ¿No quiere que nadie te acompañe?

Le miré con duda.

-          ¡¡Ay, déjalo ya..!!. Deja de torturarme….
-          Es mi trabajo.
-     No es tu trabajo, no es tu misión torturarme. No creo que puedas ser tan odioso, nadie puede serlo…
-         ¿Y por qué no?
-       Porque Dios no te hizo malo, por tanto, no puedes serlo. Puedes ser embustero, tentador, pero no puedes ser malo.
-    Recuerda que tengo un pasado. Él me echo de su lado… - clavó su mirada en aquel cielo con pinceladas anaranjadas.
-          ¿Y no luchastes por volver? ¿Lo hicistes? – me levanté para observarle más de cerca.
-          Me hice cómodo – me contestó

Dentro de esos ojos de cristal había un corazón que aún clamaba misericordia. Dejó de observar el cielo y se alejó de mi presencia. No soportaba que nadie indagase en su alma y menos un ser como yo.

-          ¿Por qué? – insistí.
-          ¿Ahora eres tu el que hace las preguntas? – me desafió.
-          Me gustaría conocerte. Apenas me hablan de ti.
-          Es mejor que sigan así….
-          ¿Tú tienes una isla? –observé de nuevo el horizonte…
-          ¿Y tú?
-          No sé – me acerqué al manzano a oler sus flores.
-          ¿No sabes?
-          Me cansé de luchar, de tirar de las navíos de los demás.
-          Pues no tires.
-          ¿Y por qué?
-          Porque estás cansado de tirar. Tú mismo lo has dicho.
-          Es que creo que ellos no van a tirar si no es con un poco de ayuda.
-          ¿Estás seguro? –me miró.
-          Creo que sí –dudé.
-          Déjales que se hundan en las profundidades o que naden solos.

Hicimos una pausa. Volví a mirarle para examinarle más detenidamente. Su altura y su precisión de un ser perfecto era de los más anormal entre ellos. Definitivamente, el Señor se había explayado en perfeccionarle.

-          Háblame de ti… proseguí.
-          ¿Qué quieres que te cuente?
-          Tu dejastes de nadar hace tiempo, ¿Por qué?
-          Tal vez porque yo también me cansé de hacerlo… - silenció sus palabras.
-          Creía que esto iba a ser más sencillo –suspiré – A veces pienso que nado contracorriente. Creí que algún día, llegaría a la orilla.
-          ¿A la orilla de donde?
-          A mi propia isla.
-          Pero sólo, como dijstes. – se acercó a mí, sintiendo en mi espalda su respiración pausada.
-          No, quería ir acompañado.
-          ¿De ellos?
-          Si, de ellos…
-         ¿De los que dices que te necesitan?
-    De los que nos necesitan – le desafié dándome la vuelta y clavando mis pupilas en las suyas – Llevarles a mi isla y salvándoles de una muerte segura.
-          ¿Y porque a tu isla y no a las de ellos? – sonrió alejándose de nuevo de mi lado.

Me hizo pensar.
.
-        ¿Crees que los estoy arrastrando a mi lado con mis ideas y convicciones? ¿Que estoy imponiendo mis propios criterios?
-          Tal vez… ¿Has pensado si realmente te necesitan?
-       Creo que cuando el Señor me trajo para formar parte de uno de los vuestros, sería por algo y no para perder el tiempo.
-          ¿Y crees que estás perdiendo el tiempo?
-          No lo sé. Dímelo tú…
-          Que pronto te has rendido… - hizo una mueca.


El sol empezaba a descender rumbo al norte de la península hispana. De pequeño solía creer que el astro rey, cuando tocaba el océano, se sumergía de tal forma sobre éste que terminaba apagándose. A veces, me sugestionaba tanto con aquella idea, que cerraba los ojos y creía oír el burbujeo del agua sobre la ardiente estrella.

Cerré los ojos para imaginármelo de nuevo y volver a sentir aquella sensación.

-          No me has contestado mi pregunta – continué sin dejar de revivir aquella sensación.
-          ¿Qué pregunta?
-          ¿Quien eres o quien solías ser?
-          Un ángel. Solía ser una ángel…
-          ¿Solías? – abrí los ojos.
-          Si, solía. Ahora soy un naufrago… Como tú.
-          Un ángel caído… - sonreí sin ganas.
-          En su momento quise arrepentirme. Con el tiempo, me acomodé.
-          ¿Y sigues en tu isla?
-          En mi isla.
-          ¿Sólo?
-          ¿Quién te ha dicho que estoy sólo? – me miró desafiante. – Pues te equivocas.
-          ¿Y quien tienes a tu lado? – acepté su desafío.
-          Almas como la tuya.
-          ¿Cómo la mía? – me sorprendí – ¡Explícate!
-       Si, almas que no desean ser salvadas, almas que renuncian a seguir viviendo y almas que salvan a otras almas en beneficio propio.
-          En parte hacemos lo mismo – afirmé.
-          Lo mismo no – negó.
-          ¿Cuál es la diferencia?
-         Que tu salvas almas para que no se ahoguen y para que lleguen a su isla o a la tuya y yo las dejo que se ahoguen o la tiento para hacerlo.
-          Pero les das una oportunidad.
-          Pero siempre a cambio de algo.

Suspiré.

-          ¿Piensas?
-          Si.
-          ¿En que?
-          No sé. Me apetece estar solo.
-          Me voy entonces – dijo alejándose.
-          Como desees – me conformé.
-          Piensa en ello, Íride –dijo alejándose hacia el acantilado.


Observé como se adentraba en el horizonte bajo una fina niebla que empezaba a ponerse. Era digno de ver como se deslizaba por el prado sin tocar una hoja, una rama o una minúscula flor que allí encontraba en su camino.

-          ¿Shatán? – paré su retirada.
-          ¿Hermano? – contestó.
-          No eres como dicen, estoy convencido – afirmé mis palabras.

Se volvió ante sí y mirándome fijamente con una mueca de gratitud, me respondió:

-         Hay un dicho que dice que nunca debemos confiarnos de la bondad de nuestros superiores… No te fíes de mi…
-          ¿No me salvarías si así lo necesitase?
-          Si mereciera la pena, así lo haría pero seguro que te condicionaría para mi conveniencia.
-          Aunque creo que ya lo has hecho – sonreí.
-          Bien entonces…
-          ¿Cuándo volveré a verte?
-          Cuando necesite cobrarte mis honorarios.
-          Entonces, te estaré esperando –  le confirmé.

Shatán desapareció ante mis ojos y yo empecé a prepararme para mi marcha. El sol ya estaba poniéndose y yo necesitaba descansar un poco.


JMSalvador
29/03/12